Estimado señor


Estimado Sr. D. Damián:
Imagino que después de mi aparición el domingo en misa mayor habrá llegado a sus oídos que la hija de los marqueses ha regresado del exterior. Con esa certeza, le escribo esta carta con objeto de proponerle un negocio que, debido a la delicadeza de su naturaleza, es imposible tratarlo en público. Ni la Sala de Fumadores del Casino ni la reunión de las Damas Notables son el lugar apropiado para hacerlo. Demasiados oídos atentos a las transacciones de dos buenos cristianos. Con la confianza de que escuchará mejor lo que tengo que decirle si lo expongo por este medio, paso pues a referírselo sin más demora.
Usted mejor que nadie sabe que la fábrica de conservas que mi abuelo, al que Dios tenga en la Gloria, fundó en el año mil ochocientos setenta y siete hace muchos años que permanece cerrada a la espera de que alguien se haga cargo de ella. Yo, como única heredera de la fortuna de los Landaida, debía ser la persona encargada de hacerlo, pero, por suerte o por desgracia, la larga y agónica enfermedad a la que se ha visto postrado mi esposo durante los últimos cinco años me ha impedido regresar antes de Inglaterra para atender las obligaciones con mi familia.
Libre ya del deber marital, me propongo iniciar una nueva etapa como empresaria de Enlatados Landaida. No tengo que exponerle a usted la situación tan penosa en la que se encuentra la empresa. Mi padre, en su afán por sacar adelante el legado familiar, invirtió en ella todo lo que poseía. En vano fue, puesto que todo se perdió a pesar de sus esfuerzos. Sin embargo, la factoría sigue en pie, y la maquinaria dentro. Con el dinero que obtuve de la venta de mi palacete de Cambridge, tengo apalabrados quinientos ejemplares de bonito de las capturas de la próxima campaña. Solo hay una cosa que me falta conseguir y son los operarios. Para esto acudo a usted: le pido fervientemente que me provea de veinte mujeres de las que trabajan en sus naves. Nada tengo que ofrecerle sino a mí misma. Mis mejillas arden al escribir estas palabras, pero solo pueden ser dichas con la crudeza que merecen: yo soy la moneda de cambio.
Espero que estudie mi solicitud y mi oferta con la seriedad con las que están hechas. Le ruego guarde la máxima prudencia sobre el contenido de esta carta; ni usted ni yo merecemos ser el asunto principal de las conversaciones del próximo domingo a los pies de la escalinata del templo.
Con toda mi gratitud a su discreción, se despide atentamente,

Olga María Landaida, vda. de Bruckling




Estimada Srta. Olga:
Permítame indicarle que no he podido atender su petición a pesar de que usted me lo exponía en su misiva tan educadamente.
Como usted bien conoce, no acostumbro a frecuentar los dominios del padre Anselmo ya que mis ideas políticas y opiniones religiosas así me lo demandan. Sin embargo, la sacristía parroquial no dispone aún de teléfono, ese nuevo invento tan en boga en estos últimos tiempos, y no me ha quedado más remedio que acudir a la iglesia. El cura la tuvo presente a usted en los más de ciento cincuenta santos y señas que debió de hacer en el tiempo que tardé para exponerle la situación. Me temo que este domingo su nombre y el mío estarán en boca de todos los ciudadanos de la villa, puesto que constan ya clavados en la puerta.
Sin más dilación me despido no sin antes rogarle que en adelante, y para cualquier correspondencia sobre su particular o sobre Enlatados Landaida, utilice el nuevo nombre de Olga María Landaida, sra. de Damián Márquez.
Su nuevo futuro esposo:


Damián Márquez Angulo