Lo mejor en la vida
Se oye el sonido de la verja de entrada
que se abre. El hombre me dice «¿A qué estás esperando?» y sale. Yo alargo el
momento del disfrute. Escucho sus pisadas sobre las hojas muertas, que crujen
bajo las botas; una, dos, tres, cuatro veces. Al quinto paso pienso en el
peligro de ser olvidado y echo a correr detrás de él.
El aire huele distinto afuera: más
fresco, más vivo, más dulce. Hace calor. Me alegro de que el otoño no haya
traspasado los muros del orfanato. Los rayos del sol se cuelan entre las ramas
de los olmos.
No vuelvo la cabeza. No pienso decir
adiós al lugar que ha desgastado los quince años de mi vida. Por encima del
hombro, levanto el dedo corazón de la mano derecha y hago un gesto hacia atrás.
«Eso es lo que pienso de ti, maldito sitio. Púdrete en el infierno, que yo voy
de cabeza al cielo».
El cielo se llama Aldea Mayor y es el
pueblo más grande de la comarca. Aunque llegamos al atardecer, el horizonte
sigue azul cobalto. De vez en cuando, cuando puedo —no quiero entretenerme para
no perder los pasos del hombre—, miro a lo alto y las veo titilar; brillan y se
apagan como luciérnagas, como los fuegos artificiales esos que el Gordo contaba
que había visto una vez en las ferias de Salamanca.
—Ese es tu cuarto —me dice el hombre.
El farol que sujeta en la mano alumbra
una estancia llena de cajas de madera.
—¿Dónde duermo?
Él se encoge de hombros.
—Donde más rabia te dé. Nadie se va a
quejar. Hoy no hay cena. Tendrás que sujetarte las tripas por esta noche. La
señora Sánchez llega a las siete de la mañana, si quieres comer algo, pídeselo
tú mismo.
La puerta se cierra y me quedo a
oscuras. A tientas, me acerco hasta la primera de las cajas que he visto con la
tapa abierta y vacía. Es mucho más cómoda de lo que imaginaba. Me cubro con la
chaqueta y noto cómo mis párpados se cierran sin remedio.
—¡Chiquillo! —me despierta una voz. Oigo
un golpe y la luz inunda la habitación—. Sal de ahí si quieres el desayuno.
Es una anciana de pelo blanco, pero chilla
como una urraca.
Llego hasta la puerta y antes de salir
miro a los que han velado mi sueño y que serán mis compañeros de fatigas a
partir de entonces, tan serios, tan callados, tan blancos, tan… muertos.
No hay una sola nube; en la calle hace
calor, lo intuyo; de la cocina llega un delicioso olor a tocino frito y decido
que ser ayudante del enterrador es, definitivamente, lo mejor del mundo.