Sueños infantiles


—¡Camille!
Camille sacó las manos del agua helada, se las secó en la falda y se asomó por la ventana.
—¡Aún no he acabado, mamam! —gritó hacia abajo sin asomarse demasiado por miedo a caerse.
—¡Deja eso y baja al segundo! ¡Date prisa! La señora Pelletier hace tiempo que te ha llamado a buscar.
—¡Ahora voy!
La niña suspiró. Otra vez se le haría de noche mientras terminaba la colada. Alzó la vista al cielo, hacia el pequeño pedazo de cielo que se vislumbraba desde su casa, situada bajo la cubierta del edificio. Las negras tejas estaban mojadas y, por los perfiles de las chimeneas, se intuían pequeños regueros. Una frescura inesperada le azotó la cara.
Hacía viento. Y ella se deleitaba con el viento. Notar la piel tirante, sentir el polvo de las calles chocando contra ella y comprobar, después, lo suave que se había quedado. Su madre decía que eso estropeaba la tez, pero ella soñaba con que un día se situaría de pie, en el borde de un acantilado, con los brazos en cruz y se dejaría llevar por el aire que la elevaría hasta el infinito.
—¡Camille! ¿Te has ido ya?
Las voces de su madre la sacaron de sus ensoñaciones. No dijo nada. De puntillas, se separó de la ventana con lentitud. Por experiencia sabía que el oído de la mujer que le gritaba desde abajo era prodigioso.
Salió al portal y se asomó a la escalera; un espiral de madera y metal. Había pasado allí horas, días, años, sentada en el suelo, con la cabeza encajada entre los barrotes, mirando a los vecinos salir y entrar de sus casas. Siempre igual, siempre a las mismas horas, siempre con los mismos pasos. Su madre le había contado que el señor del principal era médico y trabajaba en el hospital curando a la gente, que el del tercero era abogado y que por eso era tan serio.
—¡Camille! —oyó de nuevo vocear a su madre.
Bajó trotando para llegar tres pisos más abajo lo más rápido que podía. La puerta de servicio de la casa a la que su madre le había enviado estaba abierta. Aún así, golpeó la madera. La señora Garnier, la cocinera de los Pelletier, se asomó al momento.
—¡Pensaba que no llegabas! —le dijo mientras se desembarazaba del delantal a todo correr y se lo ponía entre las manos de la niña—. La señora me ha mandado a recoger a la niña al parque. En el horno he metido un bollo de nata. Quédate a cuidarlo y no dejes que se tueste demasiado que a la señora no le gusta.
La señora Garnier desapareció antes de que le diera tiempo a decir nada más. Camille cerró la puerta y se acercó a la cocina. Se agachó y atisbó dentro. La masa amarillenta apenas había cogido color y aún no había comenzado a hincharse. Tendría que quedarse allí un buen rato antes de poder marcharse.
Se sentó en una banqueta. Colocó las manos debajo de ella y, durante mucho tiempo, se entretuvo observando el balanceo de sus piernas. Hasta que conoció a la perfección las grietas de sus zapatos y el brillo reluciente de los dibujos de los azulejos del piso.
Se asomó a la ventana. Tuvo que sacar casi la mitad del cuerpo para poder ver el cielo.
Había nubes. Tenían el mismo aspecto que los dulces de aquella pastelería tan elegante delante de la que se había parado aquel día en el que acompañaba a su padre a buscar un médico para el anciano señor Benoit. Se le habían llenado los pulmones del olor que desprendía aquel escaparate. Había sido un instante, solo un momento, hasta que sintió el tirón de la mano de su padre, pero aún lo recordaba. Podía cerrar los ojos y sentir aquel aroma tan embriagador.
De nuevo la llamada de su madre, rompió la placidez del momento.
—¡Camille! ¡Baja un instante!
—¡No puedo. Estoy cuidando el bizcocho de la señora Garnier! —gritó hacia abajo.
—¡Te he dicho que bajes!
A Camille se le iluminaron los ojos. Odiaba la portería, los ratos que pasaba en ella, se le hacían interminables y, sin embargo, deseaba con todo el alma que su madre le pidiera que la guardara. La portería estaba a dos pasos de la calle. Nada era tan excitante, nada tan estimulante como la Rue Saint-Honoré a media tarde.
Descendió los escalones de dos en dos y en un segundo estaba en la planta baja. Su madre le mostró un pañuelo pulcramente plegado.
—A la señorita de los Neville se le acaba de caer. Ha salido a dar un paseo.
Camille no se lo pensó dos veces.
—¡Yo se lo llevo! —gritó al tiempo que se lo arrebataba a su progenitora de la mano.
Salir al exterior fue un alivio, como abrir la ventana por las mañanas y dejar que la luz se lleve a la oscuridad.
Se paró para respirar, se paró para exhalar aquel olor, se paró para recrearse con lo que veía.
Llovía. Y a ella le gustaba la lluvia. Le encantaba quedarse quieta debajo de ella, sintiendo cómo el agua le caía sobre el pelo y resbalaba poco a poco por su cabeza hasta llegar a la nuca, por detrás de sus orejas hasta la barbilla, por la frente. Le fascinaba observar, con los ojos torcidos, el momento en el que la gota de agua de la punta de su nariz se precipitaba al vacío y ella la interceptaba con la lengua. Estaba fresca. Era deliciosa.
Salió al exterior con el corazón desbocándose en su pecho.
Su mente se cerró a todo que no fuera los rayos de sol que se colaban entre las nubes, la lluvia golpeando el suelo, las conversaciones de las gentes, las rodadas de los coches de caballos, los relinchos, las risas de las mujeres y las contestaciones de los hombres, las voces del camarero del Café Langlois, el color del toldo del establecimiento, la…
El pañuelo desapareció de la mano de la niña. Había llegado a la esquina de la calle y la señorita Neville estaba delante de ella. Había regresado a por él.
—Menos mal que me he dado cuenta y no has tenido que salir a buscarme.
Camille esperó a que desapareciera calle abajo. Sonrió agradecida. Lo que aquella mujer no sabía era que con su olvido le había hecho la persona más feliz del mundo. Había sido solo un instante, pero eran aquellos segundos robados a su vida los que le hacían levantarse por las mañanas.
«Algún día», pensó mientras entraba de nuevo en el portal y regresaba a su rutina, «algún día.»