¡Bienvenida al número 1 de la calle del Amor!
Era su día de
suerte, pensó Sonia en cuanto bajó del coche. Aparcar justo delante del portal
de su nueva casa el día de la mudanza era, sin duda alguna, lo mejor que le
había sucedido en los últimos seis meses.
El piso se lo
había encontrado su amiga Lorena. Era un pequeño apartamento, «pequeño, pero
muy especial», le había asegurado. Ella misma había vivido allí durante más de
un año, hasta que encontró a su novio Luis y se fue a vivir con él. No hacía
más de dos semanas, Lorena había pasado por allí y había vuelto a ver el cartel
de «se alquila». Sin pensárselo dos veces, había hablado con la portera y lo
había apalabrado para ella, sin preguntarle siquiera si estaba dispuesta a
dejar el piso en el que vivía hasta ese momento.
—Tienes que
separarte de los malos recuerdos. Te vendrá bien cambiar de aires.
A Sonia no le
había hecho ninguna gracia que se metiera en su vida de esa manera, pero lo
cierto era que ni tenía ganas y mucho menos tiempo —el inminente traslado de su
jefe a la oficina de Sevilla había convertido el último mes de trabajo en un
infierno de jornadas interminables— para buscarse un nuevo piso, a pesar de
estar deseando huir de la casa que había compartido con Jorge. Así que había
dejado en manos de su amiga todas las gestiones con la portera. Ni había sacado
un rato para verlo.
Abrió la
puerta del capó y miró las tres cajas de cartón y la maleta que, a duras penas,
había conseguido meter en el coche. Aún tendría que hacer otros dos viajes más
para trasladar el resto de sus cosas.
Abría la
puerta del portal cuando un hombre que salía se le echó encima. Él, como ella,
llevaba en los brazos una caja llena.
—¡Podía tener
más cuidado! —le gritó él cuando chocaron y la caja del hombre se bamboleó
peligrosamente.
No se paró a
esperar la contestación.
—Eso mismo
digo yo —gruñó Sonia a su espalda, puesto que ya se alejaba calle abajo.
Al final los
vecinos no iban a ser tan agradables como se los había pintado Lorena. Se fijó
mejor y vio el rótulo de DHL en el uniforme de trabajo. Un mensajero. Respiró
más tranquila. Si algo necesitaba ahora era energía positiva.
—Es una casa
especial —le había dicho Lorena, guiñándole un ojo—. Todo el que vive en ella, encuentra
la felicidad.
Sujetó con
fuerza el fondo de la caja que transportaba y entró. Al pasar por el portal se
dio cuenta de que su nombre ya figuraba en el buzón. La portera parecía una
mujer eficaz. Todo estaba limpio y en orden. Excepto por el detalle de que el
ascensor no funcionaba.
Dos pisos y cuatro bultos, total doscientas
cincuenta y seis escaleras.
Sonia miró
hacia arriba y se decidió. Cuanto antes empezara, antes acabaría y antes
volvería a recoger el resto de sus cosas. Y antes cerraría la puerta de su
anterior vivienda.
Ya estaba casi
arriba, casi podía ver la entrada de su nuevo piso, lo habría hecho si no llega
a ser por una pareja que se comía a besos apoyada en su puerta.
—Perdón —dijo—,
perdón —repitió.
La cara de la
chica se asomó por encima del hombro de su ¿novio?, o lo que fuera, y le
sonrió.
—¿Si? —preguntó
con voz somnolienta, como si acabara de despertarse de un feliz sueño.
—Mi casa.
Quiero entrar en mi casa —¿Había dicho casa demasiadas veces y con demasiado
énfasis? Seguro que no—. Esa es «mi» casa.
Ella, la
chica, pareció entenderla y dijo algo al oído de su pareja que se separó y se
volvió hacia ella. Ninguno de los dos parecía avergonzado.
—Bienvenida —le
dijeron al unísono mientras subían por la escalera con prisa.
—Vivimos
encima tuyo —le oyó decir a la joven entre jadeos. Ni siquiera les había dado
tiempo de sacar la llave.
—Dios mío —farfulló
Sonia. Y eran sus vecinos de arriba.
Ni le echó un
vistazo al piso. Dejó la caja en el suelo de la entrada y volvió a salir. Media
hora después, se marchaba y dos horas más tarde, estaba de vuelta.
Esta vez se
topó con Dolores, que salía de la portería en ese momento.
—¡Señorita, Sonia,
ya ha llegado usted! Bienvenida.
—Sí, por fin
llegó el día, aunque si llego a saber que el ascensor no funciona, lo hubiera
dejado para otro momento.
Pero después
de decirlo, Sonia se dio cuenta que ni siquiera le importaba. El ejercicio
físico le estaba viniendo de perlas. Hasta la cabeza se le había despejado y,
mientras conducía, había llegado a la conclusión de que mudarse a aquel barrio había
sido lo mejor que le había sucedido desde hacía más de tres años.
—¡Uy, no me
había dado cuenta de que los del primero habían llegado!
Sonia miró
hacia donde señalaba la portera y vio un reguero de ropas que ascendían por los
escalones. Un zapato de hombre, otro de mujer, unas medias de mujer, una camisa
de hombre, una camisa de mujer... Atónita, clavó la mirada en Dolores que se
apresuraba a recogerlas.
—¿Y esto?
—Los del
primero A. Se acaban de casar, ya sabe... —se disculpó la mujer con un
sonrisilla traviesa en la cara.
Sonia no pudo
evitar ponerse a reír. A carcajadas. Le encantaba, le encantaba aquel
vecindario tan... fogoso. Y tan feliz, tal y como le había dicho Lorena.
Contenta subió
los escalones mucho más ligera que antes. Al bajar, a punto estuvo de llamar a
la puerta de la reciente pareja para felicitarles.
Cerró la
puerta y se recostó en ella, contenta. Por fin se había mudado. Por fin se
había alejado de Jorge. Por fin. Y por fin se encontraba bien. Aquel había sido
el primer día que se había reído desde que todo aquello había comenzado.
«He conocido a
una persona...» Sonia estaba segura de que aquellas cinco palabras habían sido
el comienzo de la ruptura de millones de matrimonios. Del suyo, también. Ni
siquiera en eso había sido distinto. Igual que todos, igual de gris.
Pero ahora,
que estrenaba piso, barrio y nueva vida, se sentía como subida en un tiovivo
que daba vueltas y vueltas y vueltas y...
Sonia dejó de
girar. Alguien llamaba a su puerta.
—Soy Adrián,
tu vecino de al lado. Bienvenida al número 1 de la calle del Amor.