Para mí, es esperanza
Vivo en un sucio barrio de una
sucia ciudad de un sucio país. Lleno de rincones donde esconderse y desaparecer
durante años. Donde las únicas palabras que importan son las balas de las metralletas
y los negocios se cierran con un cuchillo sobre la mesa.
Aquí también nació ella. Se
llamaba Olivia y vivía un par de cuadras más allá de mi casa. Su padre y el mío
eran colegas. Él decía que de trabajo y mi madre que de taberna.
Olivia tenía cinco años cuando
la vi por primera vez. Nada la diferenciaba de las otras tres niñas con las que
iba: la cara sucia, el pelo desgreñado, el vestido roto y sin zapatos. Nada la
diferenciaba de mí ni del resto de los habitantes de las chabolas. Excepto que
ella sonreía.
La recuerdo siempre así, con
la cara alegre, cuando jugaba, cuando iba a por agua, cuando acunaba a su
hermano Sixto a falta de muñecas, cuando hablaba con otros chicos. Porque
conmigo nunca lo hacía, yo nunca me arrimaba lo suficiente como para que lo hiciera.
La vergüenza que sentía al tropezarme con ella era tanta que prefería verla de
lejos. Y disfrutaba, prometo que lo hacía. Era solo mirarla y los tejados de
chapa se volvían de teja, los cartones de las paredes se cubrían de cal blanca
y los árboles aparecían en las calles.
Solo una vez, una única vez,
la vi llorar. Fue cuando enterraron a su madre. Nadie me dijo de qué había
sido, pero las vecinas vinieron a mi casa a murmurar. Mi madre me mandó fuera; yo
me quedé escuchando desde la calle. Sabía que hablaban de ella. Unas dijeron
que de no comer, demasiado débil para aguantar aquella vida de penurias, otras
que de una gripe, pero la que puso el punto final fue doña Pía.
—Era una necia. Se ha tomado
el veneno de las ratas.
Ninguna mujer la contradijo. Así fue como supe
que había gente a la que no bastaba la sonrisa de Olivia para llenarle la vida.
A mí, sí.
Hubo un día en que esa sonrisa se hizo aún más
grande. Pero solo le ocurría de vez en cuando, cuando salía del barrio con la
cara lavada y los zapatos, que le prestaba su amiga Inés, puestos. Los otros
chicos la criticaban. Decían que era una fulana, que no le valía con su gente y
que buscaba los novios en otro sitio, que se marchaba con ellos solo por el
dinero que tenían en la cartera. Yo la entendía, yo también hubiera hecho lo
mismo, pero no podía marcharme de allí porque, cuando la tenía cerca, el sol
salía a mi encuentro y me calentaba los huesos. Por eso no podía irme.
Hasta que el sol desapareció. Pasó un día de
verano, en el que las chapas del techo quemaban y el calor de las casas era tal
que los vecinos se tumbaban en las calles de tierra y dejaban pasar las horas.
El fuego empezó en las casas de abajo. Pronto todo el barrio ardía como una
pira. La gente gritaba y se empujaba y yo solo pensaba en Olivia. Corrí hacia
su casa, pero ni siquiera llegué a ella. Una multitud despavorida me arrastraba
hacia arriba, lejos del fuego, lejos de ella.
Se murieron ciento veintitrés personas. Las
enterraron todas juntas en el mismo agujero. Yo no fui al cementerio.
Ella no se murió, ella no, yo lo sé, no se
apagó su sonrisa. Todo el mundo lo niega, pero yo sé que lo que pasó es que se
fue con un novio que se echó, de esos con dinero, que se marchó a vivir Boston
o a Nueva York, que es feliz y que no ha perdido la sonrisa.
Sé que cualquier día aparecerá de nuevo, vendrá
a ver a sus gentes, a su barrio. Vendrá y ese día se disiparán las nubes en el
cielo y saldrá el sol.
Dicen que la distancia es el
olvido, pero para mí, es esperanza.