El relato prometido: Turbulencias

Antes de salir del cuarto de baño, echó una mirada furtiva a su imagen reflejada el espejo. Parecía un fantasma. Tenía la cara lívida y los ojos hinchados. Él se daría cuenta de que había estado llorando. Abrió la puerta todo lo despacio que pudo y asomó la cabeza. No estaba en el pasillo. Salió sin hacer ruido. Al pasar por delante de la habitación, lo vio inclinado sobre la cama. Ya había llenado la maleta. Las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos y, antes de que un sollozo rasgara su garganta, se tapó la boca con la mano y se refugió en la cocina. Se dejó caer sobre una silla y dio rienda suelta a su llanto.
Era cierto. La abandonaba.

Aquellas eran las últimas palabras que había comprendido. Del resto, apenas le quedaba algún esbozo difuso. Se esforzó por recordar algunas de las frases qué él había pronunciado. Relación muerta, compañera y otra oportunidad retumbaron en su mente como una campana tañendo a muerto.

Se limpió los ojos con las manos, llegó hasta el armario y cogió un vaso. Mientras veía correr el chorro del agua, pensó que aquello era una pesadilla. No, no le estaba pasando a ella. En unos minutos abriría la puerta y se lo encontraría sentado en el sofá, cambiando de canal compulsivamente, hasta encontrar una cadena en la que hubiera cualquier tipo de deporte.

Pero no se atrevió a confirmarlo. Volvió a ocupar la silla y se quedó allí, esperando un milagro. En vano.

Un rato más tarde, escuchó un ruido. Contuvo la respiración a la vez que levantaba la vista. Vislumbró su perfil a través del cristal translúcido. Cargaba un bulto a la espalda. Lo vio dudar un segundo y girarse hacia ella. El corazón le dio un vuelco. Ahora entraría y le confesaría que todo era una broma, una broma macabra. Observó esperanzada cómo la manilla comenzaba a girar. Y, de pronto, se detuvo. Él se dio la vuelta, abrió la puerta de casa y se marchó. Así, sin más, sin un beso, sin una disculpa, sin un “lo siento, pero”, sin un “no pudo ser”, sin un recuerdo a sus más de cinco años de convivencia. Sin un simple “gracias”.

Lo oyó saludar a alguien en la escalera. Reconoció la voz. Era el vecino de enfrente.

Eva se quedó sentada delante de aquella mesa y de aquel vaso hasta que perdió la noción del tiempo. Cuando miró por la ventana, ya se había hecho de noche. No tuvo fuerzas para prepararse la cena. Lo único que consiguió hacer fue tambalearse por el pasillo hasta el cuarto de invitados. Sólo pensar en dormir en su lecho, el de los dos, sin él, sin su calor, sin poder abrazarlo, le provocó otro mar de desconsuelo. Se coló entre las frías sábanas, vestida como estaba. Se durmió a media noche, con la almohada mojada contra su mejilla.

Se despertó después de las diez, cuando el sonido del teléfono se metió en su cerebro. Era su compañera de trabajo.

—No, estoy bien, sólo un resfriado y un horrible dolor de cabeza.

Otra mentira más. En su vida sólo había mentiras. Cinco años de mentiras.

Se quedó acurrucada en la cama el resto de la mañana, sin saber qué hacer con su mundo. No quería pensar, por eso, en aquellas horas, se dedicó a escuchar los ruidos de la casa: los rítmicos pasos de la vecina de arriba, el inaguantable sonido de la aspiradora de la de abajo, los estridentes chirridos de los timbres, el sedante rumor del agua precipitándose por las tuberías, el brusco sacudir de las alfombras por las ventanas, las vueltas y más vueltas de las lavadoras, y las voces de la radio.

A partir de la una, los olores de la comida, procedentes del patio interior, inundaron su existencia. Repollo, alubias, sardinas, aceite hirviendo y muchos otros que no pudo identificar.

No supo cuando, pero en algún momento, su consciencia se precipitó de nuevo hacia el vacío. Soñó con su niñez. Con su abuela, con el pueblo y con el río. Escuchó el jolgorio de los niños y el trino de los pájaros, el zumbido de las moscas a la hora de la siesta en las tardes calurosas, los gritos de su madre llamándola para cenar, sus ruegos: ¡mamá, déjame un poco más, por favor! Y la noche. Soñó con noches claras y estrelladas, con los cuentos del abuelo hablándole de otros mundos; lejanos, mejores.

A las cinco de la tarde, se despertó. Se metió en la ducha y se pasó más de media hora debajo del chorro del agua caliente. Se obligó a salir. Tenía hambre.

Acababa de abrir el frigorífico, y todavía estaba decidiendo si comerse un par de huevos fritos, cuando escuchó el estruendo. Procedía del portal.

Abrió la puerta asustada, con la seguridad de que acababa de estallar el cristal del descansillo, pero se equivocó. A sus pies, encontró un lago de líquido granate que se amenazaba con extenderse peligrosamente hacia los peldaños.
—Iba a organizar una fiesta —fue el comentario de su vecino, que la miraba con cara inocente.

Eva se fijó que en la otra mano aún sujetaba otra botella, que, al parecer, había conseguido salvar de la ruina.

Entró en casa apresurada y sacó del armario un montón de trapos y un balde con agua. Cuando salió, él ya estaba recogiendo los cristales y los metía en la bolsa del supermercado. Un rato más tarde, entre los dos, habían conseguido limpiar aquella catástrofe. La única huella que quedaba del desastre era una marca morada en el suelo, que Eva dudaba que desapareciera alguna vez, y un penetrante olor a vino.

Él la siguió hasta su cocina, tiró los trozos de vidrio en el cubo de la basura y se apoyó en la encimera. Ella comenzó a aclarar los paños y los colgó a secar. Él la observó trabajar sin decir palabra. Parecía relajado, como si aquél fuera su lugar.

—Todavía podemos celebrarlo —dijo con una sonrisa, señalando la otra botella que había depositado sobre la mesa.

Eva siempre había escuchado que el verde era el color de la esperanza, pero al ver el brillo de su mirada, llegó a la conclusión de que en realidad el color de la esperanza era aquél: gris con reflejos dorados.

La frase otra oportunidad resonó en su mente con un nuevo cariz. Y, sin pensárselo dos veces, abrió uno de los cajones, sacó un sacacorchos y se lo tendió.

—Ahora mismo traigo las copas —comentó mientras se dirigía hacia el mueble de la sala en donde tenía la cristalería que le había regalado su suegra.