(Des)Esperanza
Se sentó en las rocas solitarias. Nunca
se había acercado a los acantilados en invierno. El viento le azotaba en la
cara y le revolvía el pelo. Las gotas le calaban la ropa cuando el mar rompía
contra la pared de piedras. Alicia ni se daba cuenta.
Nunca imaginó que divorciarse fuera tan
sencillo. El término igualdad escrito
detrás de reparto, una firma en un
documento y borrados de un plumazo los últimos diez años de su vida.
«Borrar», que horrible palabra. ¿Cómo se
olvidaban los recuerdos? No se podía. Los buenos y los malos permanecerían
junto a ella para siempre, ocultos para todos bajo las sonrisas y los «buenos
días» de las mañanas, bajo la sombra de ojos y el lápiz de labios.
No se lo había contado a nadie, si acaso
a su madre, junto a un Ave María allí donde estuviera; tampoco a Lucía.
Bastante tenía su hermana con los mellizos y las preocupaciones del trabajo de
Jorge. A la oficina había llamado a primera hora para explicar que se
encontraba enferma. El fracaso de su matrimonio era solo para ella.
Fracaso, de lo que siempre había huido.
Había conseguido adelantarse a él a fuerza de correr como una liebre. Las
mejores notas en la facultad le habían abierto las puertas del más prestigioso bufete
de abogados de la ciudad. Trabajando noche y día había conseguido el mayor
despacho de la firma.
Y con un garabato en un papel, un
matrimonio hundido.
Clavó los ojos en la espuma de las olas revueltas
y dejó que el sonido del mar embravecido apagara los de su propia mente. Era
tan atrayente no sentir ni pensar en nada.
Una lluvia torrencial la despertó de
aquel vacío. No supo el tiempo que había pasado. El cielo estaba cubierto por
completo y los truenos empezaban a sonar. Comenzó a caminar por las rocas con
los zapatos en la mano. Avanzaba muy lentamente, hiriéndose los pies, resbalándose
en el musgo y cayendo sin cesar. La tormenta se le echó encima mucho antes de
alcanzar la playa.
Entre la lluvia, vio las luces azules en
cuanto puso los pies en la arena. Lo primero que pensó fue que la buscaba la
policía. Se le escapó una triste sonrisa al recordar que nadie se preocuparía
por ella en adelante. Avanzó unos pasos más. Las luces se habían vuelto
naranjas, como los coches sobre los que estaban y las ropas de los sanitarios.
Voces de horror, bultos en la arena
cubiertos por mantas, gritos de personas arrojadas por el mar, llantos de
niños.
—¿Ha venido a ayudar? —le preguntó una
mujer.
—Sí, claro —contestó ella de forma
automática.
La mujer le puso un paquete oscuro en
los brazos y la cubrió con un plástico dorado.
—Arrópelo bien. Métaselo dentro del
abrigo y dele el calor de su propio cuerpo. Vaya a aquella ambulancia y cobíjese
dentro. Mantenga a este niño con vida.
Y mientras arrancaba a aquel pequeño de
las fauces de la muerte, Alicia pensó en las veces que el fracaso y la esperanza se daban la mano.