La vida robada
Sara me enseñó la fotografía que acababa
de encontrar en el cajón de la cómoda de la habitación.
—¿Quién es esta mujer?
—¿Quién va a ser? La tía Julia.
—¿Y por qué está pintando el cuadro de
la abuela que vendimos al Museo de Córdoba?
—No digas tonterías, la tía Julia no
pintaba, la pintora de la familia era la abuela.
—Pues esta no es la abuela.
—Tiene que ser. Déjamela ver.
Pero no, mi hija no estaba confundida. Una
jovencísima tía Julia me miraba sonriente, con la paleta en una mano, el pincel
en la otra y una bata llena de manchas cubriéndole el vestido. Tras ella, el
lienzo con el patio lleno de geranios que nos había llenado la cuenta del banco
después de la muerte de mi madre.
Estábamos en el piso de la tía. Hacía
más de tres meses que la habíamos enterrado y la casa permanecía cerrada desde
entonces. Yo no había encontrado la valentía de entrar en ella hasta ese día.
Demasiados recuerdos almacenados en aquella casa.
La tía vivía en un tranquilo barrio de
Córdoba; demasiado cerca, se empeñaba mi madre. Y eso que la tía Julia era su
hermana mayor. Era una mujer muy cariñosa. La veía una vez a la semana: los
sábados por la tarde, después de que mi madre se encerrara en el estudio entre
aguarrás y óleos de colores. «Será nuestro secreto», murmuraba mi padre
mientras me ataba los cordones de los zapatos rojos. Si alguna vez mi madre
preguntaba por dónde habíamos estado paseando, mi padre siempre respondía: «Nos
hemos acercado al puente viejo». Todavía hoy cuando alguien menciona el viejo
puente, se me aparecen sus ojos vivarachos.
—Hay muchas más —comentó Sara sacando
del cajón una mano llena de fotografías.
Me senté en la cama a examinarlas. En
casi todas ellas aparecía la tía Julia pintando cuadros, pinturas conocidas por
mí y por los críticos de arte como pertenecientes a la primera etapa de la gran
artista María Ángeles Pacheco, mi madre. Había una donde estaban las dos
hermanas juntas. Mi madre coloreaba un paisaje montañoso, mi tía, el enorme
lienzo que colgaba ahora de una de las salas del Museo de la ciudad con el
nombre de la autora escrito en una pequeña cartela a su lado; ese nombre no era
otro que el mi madre.
—¿Nada más? —pegunté a mi hija, ansiosa
por descubrir el secreto de todo aquello.
Sara sacó el recorte de una revista y un
pequeño álbum con nuevas fotografías.
Desplegué la hoja; era una crítica de la
última exposición en la que participó mi madre. Hablaba de la temática de los
cuadros y de su técnica pictórica. Recorrí las líneas con rapidez en busca de
una pista. La encontré casi al final. La frase decía así: «Este crítico
reconoce la pureza de la técnica de la pintora, ejecutada con claridad y
corrección, pero echa de menos las pinceladas pasionales de su primera época con
las que conseguía inundar de color y vida al espectador».
No había duda de que mi madre se había
adueñado del trabajo de mi tía.
Abrí el álbum y fui pasando una imagen
tras otra. No había rastro de la vocación artística de Julia. Yo aparecía en muchas
de la mano de mi padre y mi tía. Parecíamos felices, éramos felices.
Mi madre se había apropiado de sus
cuadros, pero mi tía se había guardado para ella los mejores colores: nosotros.
En la última estaban ellos dos solos. No
se tocaban, se miraban, con deleite, con esa extraña emoción que solo los
realmente enamorados reflejan en el rostro. Me di cuenta entonces de quién
había sido en realidad la mujer de mi padre; de quién había sido verdaderamente
mi madre.