Medicina de la India
Isabel
se miró en el espejo de la tienda de hilaturas de la señora Eufrasia. El
sombrero le sentaba como un guante. El rojo le resaltaba la piel de las
mejillas, el trozo de tul que caía sobre la cara y le cubría parte del ojo derecho
le daba un aire sofisticado y la pluma… la pluma era lo más bonito que había
visto nunca.
—Me
lo llevo —decidió sin saber cómo iba a contarle a su madre que se había gastado
la paga de la semana en un adorno para el pelo.
Mientras
se lo envolvía, la señora Eufrasia no dejaba de alabar la compra.
—Te
llevas lo mejor de la tienda. ¿Has tocado este fieltro? ¿Y el tul? No lo
hallarás más precioso y delicado, y la pluma, la pluma viene directa de la
India.
—¿Y
dónde cae eso?
—Más
allá de África, por detrás de Arabia, cerca de China.
—¿Cómo
los mantones de Manila?
—Más
abajo, creo, pero sí. Por allí. Los jóvenes volverán la cabeza al pasar. Te
echarán unas miradas que te volverán los colores de cuando eras moza.
Isabel
entró en su casa a hurtadillas. Se quitó los zapatos en el recibidor y paso por
delante de la cocina a todo correr y de puntillas, rezando para que la madera
del suelo no le enganchara las medias y se le hiciera una carrera. ¡Lo que le
faltaba!
—¿Isabel,
hija, eres tú?
Entró
en el dormitorio a todo correr y metió la caja debajo de la cama. Cuando se
levantó, su madre ya estaba en la puerta.
—¿Qué
guardas ahí?
—Nada.
—¿Cómo
que nada?
Isabel
no se movió, pero su madre no iba a quedarse sin enterarse qué se traía su hija
entre manos. Así que la apartó de un empujón, abrió la sombrerera y sacó el
sombrerito.
—¿Y
esto?
—Esto…
esto… esto es… —Recordó entonces el comentario de la señora Eufrasia—. Esto es
medicina de la India.
Dos
días habían pasado y el sombrerito adornaba de nuevo el escaparate de la casa
de hilaturas. Y ella, ella no había necesitado que los muchachos del barrio le
sacaran los colores, su madre se había encargado también de eso.