Las mañanas de Bella



Podría decirse que todas las noches era iguales para Bella. Cambiaba la gente, cambiaba la música y las luces, cambiaba el vaso de licor, pero en la oscuridad del club le parecían las caras de siempre, las risas histriónicas, el humo asfixiante y las horas eternas. El resto de las chicas decían que era porque Bella tenía el peor turno. Pero eso no le importaba a ella. Los que llegaban después de las cuatro de la madrugada eran, a sus ojos, los mejores clientes: la mayoría estaban tan bebidos que solo tenían fuerzas para sobarle un poco las tetas antes de quedarse dormidos sobre ella. Pero que cobraba sin necesidad de abrirse de piernas se lo guardaba solo para ella; no quería arriesgarse a que alguna lagartona como la Chelito fuera moviendo su enorme culo donde Jose el Raspao y lo convenciera de que la pasara a la madrugá.
Bella era Bella de noche; de día era María. Así la conocían en el barrio, por su nombre real. Así la saludaban las vecinas en el portal y así la llamaba Carmen, la verdulera del puesto del mercado, todas las mañanas cuando se acercaba a por las judías, los puerros y las patatas para dar de comer a sus cinco hijos. Y así la llamaba él, Paco, su Paco, el que convertía los besos en deseo y para el que reservaba su placer y sus jadeos.