En vivo y en directo



 Era un sábado del mes de junio. Hacía una noche de esas calurosas como solo sabe hacerlas en Madrid antes del verano. Debajo de mi casa acababan de abrir un garito nuevo. No tenía nombre, aunque junto a la puerta habían colocado la figura de un gato negro, sentado y con la cola levantada. 
No podía dormir. Todavía daba vueltas en mi cabeza la discusión que había tenido con Andrés el día anterior. Lo habíamos dejado. 
Me asomé a la ventana y, desde mi privilegiada situación, me dedicaba a escuchar las conversaciones de los fumadores que salían del bar con la copa en la mano para fumarse el cigarro del momento.
El grupito que había ahora era la segunda vez que los veía. Eran dos parejas y otro chico; un moreno repeinado de los que siempre he odiado. Las chicas le dieron un par de besos y sus novios un apretón de manos. Todo muy formal. Me reí y me descubrió.
-¡Eh! ¡Tú! ¡Sí, tú! No te escondas que te he visto.
Me atreví a asomar la nariz por miedo a que despertara al vecindario con sus voces.
-No os espiaba. Solo estaba asomada.
-¿No tienes otra cosa que hacer?
Dije la verdad. 
-Pues no.
Parecía divertirle mi respuesta.
-Creo que hay programas en la tele.
-Prefiero ver el mundo en vivo y en directo.
-¿Y qué haces ahí arriba entonces? Baja y te lo enseño.

De esto hace ya quince años. El gato sigue estando y sigue siendo negro, pero yo, cada vez que lo miro, lo veo en technicolor.