Saltar al vacío
Lisa Smith tenía seis años cuando saltó al vacío por primera vez. Algunos dirán que no, que aquella hazaña no tuvo un gran mérito, que un trampolín colocado a un metro del agua no es distancia. Sin embargo, pónganse en situación: rubia, con las coletas bien apretadas, bañador de flores rosas y medio metro de altura y díganme ahora si ustedes se arriesgarían como lo hizo ella.
Aquella vez, la de los seis años, solo fue la primera de muchas, de muchísimas y, sin embargo, fue muy importante. Porque si aquella vez hubiera salido mal, si Lisa se hubiera hecho daño, tragado agua o le hubieran picado los ojos, no habría habido una segunda vez.
Pero la segunda llegó y también la tercera y la cuarta. Las piscinas se fueron alargando y los trampolines levantando al mismo tiempo que Lisa crecía. Llegó un momento en el que la altura dejó de tener importancia y aparecieron otras cosas que le amargaban la vida: posición recta, saltos en altura, pies elevados, músculos tonificados, repeticiones continuas, repeticiones perfectas, repeticiones, repeticiones, repeticiones… La palabra «entrenamiento» le llenaba de aburrimiento; solo el riesgo rompía la monotonía.
Y Lisa Smith cambió la superficie plana de una piscina por la resaca y la espuma del mar. Acapulco, Jamaica, Azores, Hawai, Córcega, Suiza, Dubrovnik, Francia, Australia… Se hizo amiga de las rocas, compañera del viento y de los chillidos de las gaviotas. Las llegó a conocer tanto, y tan bien, que un día no tuvieron nada que decirse.
Alcanzó los veintisiete años sin metas que cruzar. Dos años tardó en bajar las escaleras del infierno. Dejó el agua para otros y lo cambió por alcohol; la habitación del hotel, por la arena de la playa. Las ilusiones quedaron pegadas a un posavasos de Johnny Walker. Escogió los tristes ojos de un camarero como única compañía.
Cuando la soledad se convirtió en una guillotina a punto de caer, los acantilados volvieron a ser el camino. El día en que se dio cuenta de ello, abandonó el vaso de ron en el mostrador y se acercó hasta ellos casi sin pensarlo. Se inclinó hacia adelante y cerró los ojos antes de dar el paso final. Pero la libertad no llegó. Una mano aferrada a su muñeca se lo impedía.
Eran los negros ojos que tantas veces le habían ayudado a soportar su propia existencia.
—Quédate conmigo —le dijeron al oído.
Lisa dio el salto más importante de su vida. Pero no fue el último.