Maya la Virgen

                                                                                                                                                                 Foto de Daniel Ochoa de Olza https://www.worldpressphoto.org/collection/photo/2016/people/daniel-ochoa-de-olza
Por la Maya de Lavapiés era conocida en el barrio. Tenía solo trece años y fama de ser la más guapa de la calle.
Maya, la hija del Andrés Unaoreja. El mote lo decía todo de su padre, la perdió en una pelea una mala noche de invierno. «El vino que es muy malo» era la única explicación de su madre sobre el incidente en el que su marido se había quedado sin pabellón auditivo.
Maya, la Joya de la Dolores. Su madre se llamaba Rosario, pero era famosa por la devoción que profesaba a la Dolorosa. «Santa María, madre del Crucificado, da lágrimas a nosotros crucificadores de tu hijo» era la letanía con la que se despertaba Maya cada mañana. Aquel día dos de mayo no había sido distinto, solo que su madre en vez de pedirle a la Virgen que llevara a su Andrés por el buen camino, lo hacía por su niña. «Para que todos la miren y me la respeten» se santiguaba una y otra vez.
La vistieron entre los vecinos, deseosos de que la reina del número treinta y dos de la calle del Olivar fuera entronizada «Emperadora de Lavapiés». Asunción la del primero tejió la corona de siemprevivas, «moradas como la capa de Nuestra Señora en Semana Santa». Los collares de perlas salieron del joyero de Anita y Dulce, las hermanas mellizas y solteras cuyos pretendientes nunca se pusieron de acuerdo en cortejarlas a la vez; el mantón de Manila salió del arcón del señor Francisco, «a ella le gustaría que lo lucieras», ella había sido doña Bárbara. «Se fue de su lado por no soportar las exigencias de un esposo fogoso», le susurró su madre mientras acariciaba las rosas bordadas con hilo de seda. «Procura no perder los pendientes de la abuela. Escóndelos detrás del pelo cuando aparezca tu padre o acabarán en el bolsillo de Celso el bodeguero antes de que termine el día».
La sacaron a la calle muy de mañana y la sentaron en una silla, delante de una colcha de flores que colgaron de los dos balcones del piso de los Carretas. Con los ramos traídos el día anterior del otro lado del río le hicieron un altar. Rodeada de aliagas, margaritas, rosas, palmas, brezos y un par de jarrones de alhelíes, así estaba aquella mañana.
«Esta niña es y será por siempre la más galana del barrio» aseguraba su madre a cualquiera que pasaba ante su trono. Todo el mundo estaba de acuerdo. «Es igual que la Virgen», afirmaban las vecinas con devoción. A Maya se le atragantaban aquellas palabras. Soportó el calor, los ojos ajenos, las sonrisas, los piropos, las envidias cercanas y los cuchicheos lejanos; aguantó sentirse como los monos del Retiro solo por verlo a él pasar por delante del portal y mirarla como lo hizo.

Cuando el día acabó, el jurado eligió a Marina Bienvenida como reina del barrio. «Es la mismísima madre de Dios», murmuraban de la ganadora. Por eso se alegró tanto ella, no quería parecer una Virgen, porque por mucho que se empeñaran su madre y las vecinas, el día en que él la tocase no se iba a comportar como doña Bárbara.