El buzón
Claudia era una de mis amigas, ¿qué digo una? Era mi mejor amiga. Éramos las mejores amigas que había en todo Bilbao. Salíamos del colegio a todo correr, con ganas de alejarnos de la seriedad de las monjas y de la tonta complicidad del resto de las niñas. Claudia vivía en la cuesta de Santa María y yo había hecho de su casa parada obligatoria hacia la mía. Siempre íbamos corriendo, por eso llegábamos exhaustas.
Claudia era la encargada de abrir el
buzón. Me sorprendía la confianza de sus padres en ella; en mi familia solo mi
padre podía hacerlo. El buzón de Claudia era de color gris, de esos grises que
más bien parecen azules en cuanto los miras con buenos ojos. Era de esos
buzones grandes, de metal, de los que había antes en los portales viejos, de
esos que como perdieras la llave no había mano que pudiera sacar las cartas.
Para mí, aquel buzón era como el cofre
de un tesoro. A mi casa solo llegaban las cartas de la Caja de Ahorros, las de la luz y el
agua y, de vez en cuando, en vísperas de un cumpleaños o de Navidad, uno de
esos sobres rosas que indicaba que la tía Olivia se había acordado de nosotros.
Claudia, en cambio, recogía varios todos los días.
Su madre nos abría la puerta con una
sonrisa y nos dejaba pasar. No hacía falta que dijéramos nada. Los vasos de
agua aparecían en su mano antes incluso de que soltáramos las carteras. Nos
sentábamos en las sillas de formica de la cocina, a juego con el buzón, y abríamos los sobres despacio.
A veces las cartas eran del banco,
como en mi casa. Esas veces, Julia, su madre, se ponía seria y las guardaba a
todo correr en el bolsillo del delantal, con una preocupación que yo nunca veía
en la cara de mi madre.
Muchas venían de Albacete. Eran noticias
de los abuelos. Me encantaban esas veces porque la sonrisa de la madre de mi amiga se hacía
mucho más grande. Nunca se la había visto a mi madre, a pesar de que la abuela
Josefa nos visitaba todos los domingos por la tarde. La abuela de Claudia
dibujaba flores y estrellas como despedida; mi abuela abría la cartera y nos daba
un billete de cien pesetas. «Para repartir» nos decía a mi hermano y a mí antes
de marcharse.
De vez en cuando, llegaba una desde
Argentina. Era de su tía Nieves, una tía que se había casado con uno de su
pueblo y se había marchado hacía ya más de veinte años a hacer las Américas. Me
reía siempre que Claudia me lo contaba. «Si las Américas no se hicieron, ya
estaban hechas cuando llegó Colón», le decía yo siempre. Nos encantaba rasgar
el papel con mucho cuidado para no romper las rayas rojas y azules. Aunque eso
solo fue al principio; luego, dejaron de llegar. Hasta dos años más tarde, que
el tío de Claudia envió un sobre blanco con el borde negro y una cruz pintada.
Aquel fue el primero que vi. Dos meses
después, el segundo. No llegó de tan lejos, sino de Albacete. Ya habíamos hecho
los exámenes finales y hacíamos planes para el mes de julio, hasta nos habíamos
enterado del precio del billete del tren para ir a la playa más cercana.
Me dejaron encargada de abrir el buzón
todos los días mientras estuvieran fuera. El abuelo se había quedado solo y se quedarían con él durante un tiempo.
Las cartas del banco las metía en una
carpeta y las que me mandaba Claudia en otra. Ciento cuarenta y seis en la azul, veintitrés
en la otra. Al principio, pasaba todos los días; después, cada dos; luego, una
vez por semana, una al mes, al año…
El buzón ha ido cambiando, como yo. Su
pintura, tersa, se ha resquebrajado con el tiempo. El resto de los vecinos hace
años que los cambiaron por otros más pequeños, pero el de Claudia sigue igual,
sin que se pueda meter la mano para coger la correspondencia.
Hoy he estado allí. Hacía varios años
que no encontraba nada. Era uno de esos sobres blancos con el borde negro y una
cruz pintada. Lo enviaba la madre de Claudia. Mi nombre estaba escrito fuera,
el de Claudia, dentro.