Un año menos


Damián llevaba dos años trabajando en la cocina. Paloma uno menos que él. Y desde que estaban juntos, la lista de espera del restaurante había crecido hasta el infinito.
Sus caras habían aparecido en la televisión, en revistas especializadas y hasta habían sido noticia en la prensa. Todo el mundo hablaba de ellos. Eran el tándem perfecto; él hacía las tartas, ella se encargaba de decorarlas.
Ella estaba loca por él, él ni la miraba siquiera.
Lo había probado todo. Muñecos de nieve de azúcar, notas musicales de chocolate, corazones de merengue, letras de fruta escarchada, fideos de colores, espirales de nata, perlas rosas, rojas y azules, pétalos de flores bañados en oro. Le había ofrecido sus manos, sus ojos y su sonrisa los últimos trescientos sesenta y cinco días. Para nada. Él trajinaba por la cocina, abriendo y cerrando hornos, controlando calor y tiempo, montando nata, batiendo claras, espolvoreando harina.
De vez en cuando, sus miradas se cruzaban y siempre era él el que la retiraba; abandonaba la cara de Paloma para fijarse solo en su trabajo. En esos casos, ella se sentía inspeccionada a pesar de saber que no encontraría nada; era muy escrupulosa con esas cosas. Llevaba las uñas muy cortas, se lavaba las manos al llegar, varias veces durante el servicio y antes de marcharse y, luego, se las hidrataba a conciencia. Tenía que cuidarlas, eran su herramienta de trabajo. Solo había una cosa por la que podía haberla reprendido y, sin embargo, nunca lo hizo: el anillo de boda de su madre.
La había perdido de niña y, desde que tuvo uso de razón, siempre lo había llevado consigo. Al principio, unido a una cadena y colgado del cuello. Después, en el dedo anular de la mano izquierda. Hasta la noche anterior, que se lo había quitado para asearse al terminar su turno y no lo había vuelto a ver.
Como todos los días, entró en la cocina antes de las doce. Él llevaba allí ya un par de horas. Saludó en alto, a todos y a nadie en particular. Él vertía chocolate caliente sobre una Sacher. Se preguntó por qué había ocupado su lugar en la cocina. Molesta, decidió que no iba a cederle su parte de encimera y se le puso al lado a preparar lo que necesitaba para convertir la superficie brillante que él tenía entre las manos en la delicia más refinada. Se fijaría en ella, lo quisiera él o no.
Empezó con la rutina; jabón, un poco de agua y un trapo para secarse. Inventario de los biberones: chocolate blanco, con leche, negro, cobertura, azúcar glas, caramelo…
—Te dejaste esto ayer.
El anillo que creía extraviado, en la mano de Damián primero y, luego, en la suya.
—Gracias. Pensaba que lo había perdido. Es el único recuerdo que me queda de mi madre.
Paloma nunca había visto a una persona ponerse tan lívida, como si hubiera visto un fantasma, como si le hubieran arrebatado una parte de la vida.
—¿De tu madre?
—Sí, ¿de quién creías que era?


Damián llevaba cuatro años trabajando en la cocina. Paloma uno menos que él. Entre los dos hacían las tartas más exquisitas del mundo. Todo el mundo lo decía: eran el tándem perfecto.