Negro y verde
Negro
y verde
Antonio salió del barracón detrás de
todos los demás. Todavía no había llegado el alba y el cielo seguía tan negro
como la noche anterior. No recordaba las semanas que hacía que no veía el sol. Las
nubes no desaparecían nunca. Había días que la lluvia era tan densa que
agradecía el tiempo que pasaba bajo tierra.
Pero no era el clima lo peor que tenía
aquel lugar. No era el agua ni los charcos en la tierra ni siquiera el barro
que se le pegaba a las suelas de las botas y lo hacía resbalar. No, lo peor era
la falta de color. Se levantaba antes del amanecer, se acostaba después del
atardecer y pasaba el resto del día arrancando negro carbón de las entrañas de
aquellos montes. La llama de las lámparas de carburo era la única chispa que
iluminaba su existencia.
Las llamas y las cartas de Aurora, su
niña, su pequeña, lo que le quedaba del amor que Matilde y él se profesaron.
Era por ella por lo que se había marchado lejos de San Esteban. Un año de
trabajo y podría pagarle la educación que su esposa siempre soñó para ella. Un
año, y ya llevaba nueve meses. Tres más y regresaría a casa. Ser olivarero en
las sierras de Jaén no era mal oficio. Lo eran sus hermanos, como lo había sido
su padre y, antes, el padre de este. Lo sería él también.
Antonio se dejó engullir por el agujero
de la mina mientras pensaba en que cuando todo aquello acabara, el negro de sus
días se tornaría azul, rojo y verde. Cielo, sol, tierra, monte.
Aquel día trabajó más alegre. Los otros
hombres compartieron su optimismo; el trabajo se les dio bien. No hubo
carretillas volcadas, faroles apagados ni caídas fortuitas; hasta el canario
cantó seis veces durante la jornada. Aquel día, Antonio fue capaz, al fin, de
soñar. Paseaba por el campo y, a su lado, su Aurora corría entre los olivos con
alborozo. Pudo oír las risas de la niña a la perfección. Por eso no escuchó los
gritos, las sirenas, el estruendo. Porque mientras al resto de los hombres lo
engulló la negrura más absoluta, a él se lo llevó el cálido viento del sur.