Perdido en ti


Nací un diez de mayo de hace treinta y tres años. Al rayar el alba, dice mi madre. A media tarde, le contradice mi tía. Fui único hijo, único sobrino, único nieto. Nunca conviví con un hombre puesto que si mi padre vivió alguna vez, su pista se había perdido mucho antes de que yo naciera. Mi madre nunca habló de él, yo tampoco pregunté. Si algo aprendí de pequeño fue que en casa de mi abuela, de mi tía y de mi madre las preguntas incómodas nunca se contestaban. Pronto dejé de hacerlas. Lo único que conocí de mis orígenes paternos era lo que me imaginé la vez que encontré en el armario de mi madre un gorro rojo y negro con las letras CNT cosidas en él. Por un libro de la biblioteca, conseguí saber qué era lo que significaban aquellas siglas e imaginarme la causa por la que yo era el único niño del barrio que tenía prohibido acercarse a la iglesia.
CNT, milicianos, guerra civil, Franco, lamentos. Mi casa estaba llena de sombras, aunque abriéramos las ventanas. Ni los rayos del sol avanzando por el piso de madera era capaz de ahuyentarlas. Menos mal que estaba ella.
Se llamaba Inés, yo, Juan. Estábamos predestinados. Mis ojos la buscaron desde niño. Ella estaba en el cochecito de bebés y yo me ponía de puntillas para verla. Con cinco años me escapaba y la espiaba por la ventana de la portería mientras jugaba con las muñecas. No pude acompañarla a la escuela.
—No vas a ir a un colegio de monjas. ¡Y no hay más que hablar!
La primera vez que estuve más de un día sin verla yo tenía siete años. El mundo se me cayó encima y dejé de respirar. Empezaron las visitas al médico.
—A este niño no le sucede nada.
—Pero, doctor, entonces ¿por qué se ahoga sin razón?
—Dele usted unas tilas —fue el santo remedio.
Mi madre, mi tía y la abuela me atiborraron a infusiones, sin embargo, yo sabía que mi medicina vivía tres pisos más abajo y estaba dispuesto a curarme.
Cuando no estaba escondido detrás de la escalera para no perderme ni uno solo de sus pasos, pasaba horas junto a un árbol delante de la puerta de la tienda de comestibles de sus tíos, espiando sus movimientos detrás del mostrador. Controlaba sus entradas y salidas. Forzaba los encuentros: dos o tres veces al día.
Pasaron más de diez años en completa felicidad. Pero un día sucedió, dejé de verla. Falté al trabajo y me pasé todo el día a la vuelta de la esquina para que no me descubrieran. No apareció. Apenas pude ascender las escaleras y abrir la puerta.
—La hija de los Vázquez se ha metido a monja —me anunció mi tía con desprecio—. ¡A rezar! Mejor si se hubiera ido a cuidar leprosos.
Se me encogió el estómago y dejé de comer. Solo conseguía tragar algo después de la misa de las siete. Ella, detrás de la reja; yo me volvía loco al intentar distinguir las notas de su voz entre los cantos de las religiosas. No podía verla, no podía robarle las miradas, no podía escucharla. Enfermé.
Me metieron a la cama a la fuerza. Ningún remedio era eficaz. Cada vez más pálido, cada vez más débil, cada vez más ausente.
—Haría lo que fuera con tal de que sanara —escuché una tarde los sollozos de mi madre.
—Hay una cosa… —conseguí decir.
Al rato, yo había recobrado el color y ellas lo habían perdido.
—No, no, no —gemía lastimera mi tía—. Eso sí que no.
—¡Cállate, María! —la reprendió mi madre.
Después, miró a la abuela. Esta dio su aprobación. Aceptaron.
Fue un camino interminable, una agonía que solo pude soportar cuando pensaba en el brillo de sus ojos y en su voz esperándome en la lejanía.
Y ahora que por fin la tengo a mi lado, siento que el tormento de todo este tiempo ha merecido la pena.
Escucho la cadencia de su respiración antes que sus palabras.
—Santa María Purísima…
No puedo contenerme y apoyo la frente contra la madera. Mi corazón corre ya libre en pos del suyo. Apenas consigo murmurar.
—Sin pecado concebida.