Historias del ayer


El abuelo de mi amigo Luis tenía una pata de palo. Él siempre decía que se la había cortado un pirata en el abordaje de una carabela. Aseguraba a quien quisiera escucharle que su abuelo se había enrolado siendo joven hacia las Américas en una ocasión. Eso era al menos lo que él nos contaba a los mozos que, como yo, vivíamos en la calle Toledo en aquellos años. Yo más bien pensaba que se la debía de haber quitado un matasanos. Era un anciano enclenque que tenía aspecto de haber sido un niño enclenque y un adulto enclenque.
—¡Mientes! —le gritaba yo siempre que lo repetía.
—¡Juro por Dios que es cierto! —aseguraba al resto—. Los piratas abordaron el barco. Mi abuelo protegió a las damas todo lo que pudo, hasta que ellos rompieron la puerta y entraron en el camarote donde se escondían.
—¡Pues entonces no las protegió!
—¡Sí! Él hizo que salieran por la escotilla y se quedó el último. Los bucaneros le agarraron cuando tenía medio cuerpo fuera. Ellos tiraban de la pierna para dentro y él para fuera. Le amenazaron con cortársela si no entraba de nuevo. Prefirió perderla por mucho que le dolió.
—¡Ja! ¿Y qué hizo después, se tiró al agua? ¿Entonces por qué está ahí, sentado, mirando todo el día a las mujeres de la fuente?
—Le dieron una medalla. Las mujeres resultaron ser la mujer y la hija del virrey de Nueva España.
Yo me callaba después de aquello. Al fin y al cabo, era mi amigo y teníamos una reputación que mantener entre los pillastres del barrio. Luis seguía hablando de las hazañas de su abuelo y de las aventuras que había corrido en el Nuevo Mundo, los indios a los que había matado, las riquezas que había visto. Y siempre terminaba con el nombre de la mujer más hermosa a la que había amado. Todos lo miraban con la boca abierta. Mientras Luis hablaba y hablaba, el viejo lo miraba con una media sonrisa.
Cuando nos quedábamos solos, nunca me callaba.
—¿Una medalla, riquezas…? Pero, ¿has visto tú a tu abuelo? No hay quien se lo crea. Si no tiene donde caerse muerto.
Luis siempre me daba la misma respuesta:
—¿No ves la cara de tontos que se les pone? Además, a mi abuelo le divierte que cuente esas mentiras de él.
Yo sabía que su abuelo las había inventado un día que Luis era muy pequeño y que se las había repetido muchas veces, hasta que mi amigo fue lo bastante mayor para aprendérselas y narrarlas como si él las hubiera vivido.

Ayer, se murió el abuelo de Luis. Estaba sentado en el banco de piedra, delante de la fuente de la plaza del Humilladero. Luis contaba de nuevo sus historias. El viejo pasó a mejor vida con su eterna sonrisa en la boca. Cuando lo fueron a mover, se le cayó la bolsa que ataba por dentro de su capa raída. Allí estaba la medalla, allí una carta de agradecimiento del virrey y, allí, el retrato de la mujer más bella que yo nunca hubiera visto.