El mejor verano de mi vida
Tenía veintitrés años y un trabajo
recién estrenado. La primera nómina la dediqué a recuperar las noches de
salidas y amigos que la falta de presupuesto habían limitado hasta casi hacer desaparecer.
Las siguientes dos, a alquilar un apartamento al que llamar propio, y el resto,
a hacerme, poquito a poquito, con la maravilla de cuatro ruedas que me esperaba
tras el escaparate del concesionario más cercano al trabajo.
El invierno se me hizo muy largo. Era un
diez de mayo cuando pude ¡por fin! ponerme tras el volante. La sierra quedó a
dos pasos; la playa, dos más allá. Cuando la costa de Levante apareció ante mis
ojos, la libertad se sentó en el asiento del copiloto y se hizo mi compañera.
Nos hicimos inseparables. Éramos solo
ella y yo.
Reuniones, trabajo y estrés. Los viernes
me levantaba con un hormigueo en la sangre que solo se calmaba en el kilómetro
sesenta de la carretera. Nacional III, Nacional IV, me daba igual.
Sobrevivía cinco días y vivía dos.
Sol, agua y arena, la velocidad y el
viento.
Llegó agosto y las vacaciones. Treinta
días por delante en el Paraíso.
Descubrí Cádiz. Dunas, fiesta y
carretera. ¿Podía haber algo mejor?
Sí, ella. Se llamaba Andrea. Era de
noche. Estaba mirando el cielo cuando apareció. Al principio, se tumbó a mi
lado sin decir palabra. Yo tampoco lo hice. Nada, ni siquiera una desconocida,
iba a estropearme aquel momento mágico.
—Desde el otro lado del mundo parecen
distintas —comentó un rato después. Yo nada dije, igual fue por eso por lo que
siguió hablando—. Soy australiana. ¿Y tú?
—Yo no.
Ella se rio. Me perdió su alegría.
Estaba de paso.
—¿Hacia dónde?
—Hacia cualquier sitio.
—Quédate conmigo —le pedí.
Ella sonrió. Fue ese instante, pero cambié
de compañera.
Los días pasaron deprisa, a la misma
velocidad que las ruedas del coche, que nos llevaba de la realidad a la
fantasía, del amor a la lujuria. Primero fue Cádiz, luego Málaga y Granada,
Murcia…
Llegamos a Almería a finales de mes,
colmados de rojos atardeceres. Ella decía que tenía lleno de mí el corazón, yo,
lo tenía de ella.
Pero llegó un día en que “dos” dejó de
ser el número mágico y se convirtió en el maldito; en que el ruido de los
frenos fue el sonido de la muerte.
Tenía veintitrés años y una casa en las
estrellas. Y ahora, sentado sobre unas ruedas que nunca rozarán el asfalto,
solo encuentro fuerzas para recordarla a ella.
El
mejor verano de mi vida se convirtió en mi peor invierno.