¿No sabes nada de mí?
Si te apetece saber qué escribo y cómo lo hago, puedes consultar la sección "Dicen de mí" en este mismo blog.
He recopilado las críticas de mis novelas y relatos y algunas entrevistas que me han hecho. De esta manera podrás hacerte una idea y saber con qué puedes encontrarte.
Y por si las opiniones de otros no te interesan, puedes leer este pequeño relato que apareció en la antología "La mirada del amor" y decidir. Se titula "Tan lejos, tan cerca".
De todas maneras, ya sabes, esta es tu casa.
Tan lejos, tan cerca
Ana terminó de
zurcir el segundo agujero que había descubierto en el bajo de su único vestido.
—Apenas se nota
el remiendo. Tenéis unas manos de ángel.
Feliciana era la
más antigua de la casa y su protectora desde que apareció por allí en el otoño de 1305. Nunca se
lo agradecería bastante.
La joven sonrió
a la mujer y, a punto estaba de contestar, cuando una de las chicas entró
corriendo en la cocina.
—¡Un cliente!
Daos prisa, os está esperando en la habitación.
Ella dio un
respingo. Dos años hacía que estaba en aquel lugar y no acababa de
acostumbrarse al inicio de la jornada. Las mañanas eran lo mejor del día; los
desayunos con las compañeras, la alegría al escuchar sus bromas y la sensación
de seguridad que le ofrecían. Pero según transcurría la tarde, el nerviosismo
terminaba por convertir la diversión en una hilaridad cercana al histerismo. A
pesar de lo que el resto del mundo pensara, el tiempo transcurrido y la
costumbre no lo hacían más sencillo.
La mujer a su
lado notó la inquietud de la muchacha.
—Decid a Elisa
que lo atienda ella. Ana esperará al siguiente.
—Ha preguntado
por ella. Dice que no aceptará a ninguna otra.
La joven se
levantó al fin. No le quedaba más remedio. No podía elegir, no, cuando no era
más que una de las chicas de la casa más pública de la villa de Olite. Tenía
que atender a los hombres que la reclamaran; vivía de ello.
—Iré —afirmó.
Salió por la
puerta como si su destino fuera la condenación eterna. En el pasillo, camino de
la habitación, el resto de las muchachas salieron a su paso.
—Tenéis suerte
—dijo una.
—Con tan buen
mozo —añadió otra.
—Y preguntando
por vos —afirmó una tercera.
Pero ninguna de
sus palabras la reconfortaron.
Continuó con el
recorrido hasta llegar al final del corredor. Se demoró unos instantes delante
de la puerta entornada, tomó aire y empujó. Él miraba por la ventana con las
manos a la espalda.
Supo quién era
en cuanto lo vio. Julio Arbaiza, el hijo del carpintero, el mayor pillastre del
pueblo, el que robaba las manzanas a los frailes, el que tiraba piedras al
tejado del viejo Colás, el que besaba a todas las mozas menos a ella, el que la
miraba con inquina y la perseguía con un palo a la menor ocasión. Julio
Arbaiza, su amor de toda la vida.
Ya se había dado
la vuelta para salir de allí cuando él se giró y la descubrió.
—No os vayáis.
He venido a por vos.
Se volvió poco a
poco hasta quedar enfrente de él. Julio pegado a la ventana; ella, junto a la
puerta y en el centro del cuarto, la cama. Evitó desviar la mirada hacia el
lecho para no correr el riesgo de que la vergüenza se le instalara en las
mejillas.
—¿Cómo me habéis
encontrado? —balbuceó con los ojos fijos en el suelo.
—Vivo en Uxue.
—Tan cerca
—murmuró ella.
—La gente se
mueve mucho. Y habla.
«Demasiado.»
Ana decidió
enfrentar lo que fuera que sucediera. Lo miró a los ojos.
—¿Desde cuándo
lo sabéis?
—Desde hace
tiempo.
—Y ¿por qué
ahora?
El silencio se
hizo en la habitación. Lo vio inspirar para coger fuerzas antes de seguir.
—Vuestra madre
se está muriendo.
Su vida se hizo
añicos golpeada por aquellas palabras.
• •
•
Cuando bajó de
la carreta, las campanas de la iglesia sonaban a difunto. Lo supo. Su madre
había muerto.
Según le había
contado Julio por el camino, estaba muy enferma. Se había desplomado en medio
de la calle Mayor dos semanas antes, mientras regresaba a la casa desde el
lavadero. Las mujeres que estaban con ella contaban que hacía días que tiritaba
a todas horas.
Su padre era el
único culpable. Por él, ella se había marchado de casa y por él, su madre se
había partido el alma para sacar a sus otros tres hijos adelante. «¡Maldito
borracho!»
—Os acompaño —le
propuso él.
—No.
Lo necesitaba,
era cierto, necesitaba su mirada, su cercanía, sin embargo, nada le haría
desistir de la decisión que había tomado durante el viaje. Había huido del
pueblo por causa de un hombre y, ahora que había regresado, no se escondería
detrás otro.
—Entiendo
—contestó Julio con rudeza.
Y Ana supo que
no, que no lo comprendía. Lo había ofendido, aun así no desistió de su empeño.
Acalló el dolor que se le había instalado en estómago al escuchar el tono de su
voz y echó a andar. Atravesó la puerta de la ciudad, que le había visto nacer
dieciocho años antes, y comenzó a subir la calle. No había llegado a la altura
de la plaza y la gente ya empezaba a asomarse a los balcones para verla. Se
apretó la toquilla contra sí y cogió aire. Aquello le iba a costar más de lo
que imaginaba.
—Señora Ángela,
señora Juana, señora Agustina, señora Petra, señora…— Cabeceaba cada vez que
pasaba delante de una puerta.
Ellas la miraban
un instante y, enseguida, volvían la vista al suelo. A veces el pésame es igual
que la vergüenza. Difícil diferenciar el uno de la otra.
No estaba
preparada para el remolino de gente que esperaba delante de la casa familiar.
Todos los que no hacían guardia en la cancela de sus propios portales se
encontraban allí. Se abrió paso a empujones. La puerta estaba abierta y el
pasillo de la vivienda rebosaba de gente.
La oscura
habitación principal se había convertido en el lugar del velatorio. La pesada
cama de madera había sido desmontada y apartada a una de las paredes. El ataúd
ocupaba la mitad de la estancia. La banqueta de madera, sobre la que apoyaba la
parte inferior, era más baja y la caja se inclinaba peligrosamente.
«¡Bastardo! Ni
de muerta se preocupa por su bienestar» fue lo último que pensó antes de que
unos brazos la rodearan por la cintura y una cabeza rubia se apoyara en su
pecho.
Hacía tanto
tiempo que no sentía una calidez como aquella que al principio no supo cómo
reaccionar. Sus brazos cayeron laxos a lo largo de su cuerpo. Luego, muy
lentamente, fue estrechando el hueco. Los sollozos de su hermano le llegaron
después de que ella supiera que no podría separarse de él nunca más. Ni del más
pequeño ni de los dos mayores. Buscó sus miradas entre los presentes. Más de la
mitad de las personas se habían levantado al darse cuenta de quién era la que
acababa de interrumpir el responso de don Martín.
—Hija, estábamos
a punto de enterrarla. No os esperábamos. Vuestro padre tampoco ha aparecido
—le explicó el cura.
A Ana se le
revolvieron las tripas con la sola mención de su progenitor. ¿Dónde paraba? En
cualquier tugurio de mala muerte, bebiéndose las últimas monedas que su madre
ganó destrozándose las manos mientras frotaba hasta la extenuación los lienzos
de las camas de las familias acomodadas del pueblo; mendigando unas gotas de
aguardiente; acosando a la hija del tabernero, como había hecho con su propia
hija cientos de veces. Por eso se fue, por eso se marchó, por eso había inventado
aquella mentira, por eso, porque prefería calentar la cama de cualquier otro
individuo, porque no soportaba ver a la mañana siguiente la cara del hombre con
el que se acostaba cada noche, porque quería despertarse y no tener que ocultar
a su madre la vergüenza de lo sucedido a sus espaldas.
Dos figuras se
dispusieron detrás de ella y la hicieron regresar al presente. No fue más que
un roce, apenas una sensación, dos sombras nada más, pero le dieron la
seguridad que había perdido al pisar aquella tierra y retroceder en sus
recuerdos. Sus otros hermanos, los gemelos, uno a cada lado, apoyándola como
nunca.
Se oyó un
movimiento en el pasillo y se volvió para ver la cabeza de Julio sobresaliendo
por encima de las demás. Apretó aún más el cuerpo que tenía entre los brazos y
dispuso:
—Proceded. Ya
estamos todos.
• •
•
El tiempo se
había detenido en el cementerio. Los años de bonanza pasados se notaban incluso
en la escasez de tumbas cavadas. Paseó la mirada por las cruces más nuevas.
Eran los más ancianos del pueblo. Y ahora, su madre.
Un montón de
tierra recién extraída se acumulaba al final de la línea, al lado del muro del
camposanto. Allí se dirigieron los gemelos, que se habían hecho cargo de la
caja junto a otros hombres del pueblo. El más pequeño no se separó de ella
durante el oficio, seguía sujetándola con fuerza, como si tuviera miedo de
verla desaparecer.
En algún
momento, la mente de Ana abandonó la letanía de los Padres Nuestros y regresó
al único momento amable del que había disfrutado los últimos dos años; cuando
vio a Julio parado delante de la ventana de su habitación y pensó que el
milagro por el que rogaba todos los domingos a la Virgen se había cumplido.
El sordo sonido
de las paletadas de tierra sobre la madera la devolvió a la realidad. Eso y
unas voces que llegaban del exterior del cementerio. Eran los gritos desiguales
de un borracho.
Ana se
estremeció al pensar que se tendría que enfrentar a él. El cuerpo de su hermano
comenzó a temblar. Ella lo estrechó de nuevo para protegerlo. Lo haría. Esta
vez sí. Lo encararía, le diría lo que pensaba de él, recogería las pocas cosas
que quedaban y se marcharía. Con ellos, con sus hermanos. Juntos abandonarían
aquel infierno. Su padre se podía hundir para siempre en el averno.
Hizo un gesto a
uno de los gemelos, que se acercó con disimulo. Ana le pasó al hermano pequeño
y comenzó a retroceder. Sabía que todos los presentes estaban pendientes de
ella y de su reacción, aunque no levantaran la cabeza del suelo. No llegó muy
lejos. Alguien se interpuso en su camino.
Allí estaba de
nuevo, Julio, con sus ojos color avellana, su sonrisa esbozada y una enorme
sensación de serenidad en la mirada.
—Yo me encargo
de esto —le murmuró al oído.
—Es algo que
yo...
—No lo voy a
permitir —aseguró él con firmeza. —No voy a consentir que os lo volváis a
encontrar.
Julio conocía la
causa de su huída. El peso del secreto que había ocultado hasta entonces la
dejó sin respiración. Más aún cuando notó que los presentes habían dejado a un
lado la discreción y la miraban sin reserva. Hasta el sacerdote se había
detenido.
—Continuad, don
Martín —ordenó él mientras le colocaba una mano en la espalda y la empujaba
para que regresara a su lugar.
Tan pronto como
Julio desapareció, los gritos se acallaron. Aunque todavía se oyeron unos
susurros cortados antes de que el cura retomara la oración
Y veinte minutos
más tarde, todo había terminado. Se sucedieron de nuevo las cabezas gachas, los
besos apresurados y las sonrisas tímidas. Uno a uno, los vecinos fueron
desapareciendo del camposanto. Y cuando solo quedaron ellos, Ana se acercó a él
con mirada interrogadora.
—No os molestará
en unos días —afirmó Julio—. Os dará tiempo a recoger.
Ana no tuvo
dudas de que la bolsa de monedas que colgaba de su cintura pesaría bastante
menos que antes.
• •
•
Había comenzado
la inspección de la casa nada más levantarse. Poco era lo que podían empaquetar
puesto que poco era lo que había; apenas cuatro ropas, cuatro mantos y cuatro
cebollas. Los candelabros de la habitación de su madre y las arcas habían desaparecido.
Ni se molestó en preguntar por ellos. Sabía dónde estaban las cosas que
faltaban; transformadas en alcohol.
Nada había que
guardar y, a pesar de todo, había pasado varias horas simulando estar muy
atareada, sin dejar de pensar en qué iba a hacer con sus hermanos. Lo tenía muy
claro, no los dejaría allí. Sin embargo, ¿dónde los iba a alojar?
Cientos de ideas
le habían pasado por la cabeza, desde empezar en un sitio nuevo a confesárselo
todo. Pero decidiera lo que decidiese el problema siempre era el mismo, ¿cómo?
¿cómo lo haría? ¿de dónde? ¿de dónde sacaría suficientes sanchetes para
mantenerlos? Angustiada por no llegar a ninguna conclusión, los había mandado a
la iglesia para poder quedarse a solas. Y allí siguió, en la cocina, sentada en
el banco ante el hogar apagado, hasta que unos golpes en la puerta la sacaron
de sus pensamientos.
Bajó las
escaleras más despacio de lo necesario, abrió la puerta y se encontró con la
hermana del galeno, la mayor cotilla del pueblo. ¿Qué hacía allí si ya le había
dado el pésame el día anterior?
Un movimiento
detrás de la mujer la distrajo de la visita. Julio.
—Me ha alegrado
volver a veros —comenzó la mujer—. Cuando os fuisteis, vuestra madre dijo que
os habías casado con un hombre de bien. ¿No ha venido con vos?
Ana se rebulló
inquieta y elevó la vista por encima de su cabeza. Él había escuchado el
comentario y mantenía los ojos clavados en su rostro. Tarde o temprano, tenía que suceder. Alguien
se lo recordaría. Su progenitora no había hecho más que repetir las palabras
que ella misma le había dicho antes de irse.
Mentiras, puras
mentiras. Hacía más de dos años que su vida se sostenía sobre una montaña de
leños a punto de prenderse. Vaciló, igual había llegado la hora, la oportunidad
de explicarlo todo, el momento de contar dónde había pasado aquellos dos años
de ausencia, en el burdel más famoso de la villa de Olite, ese que se
encontraba junto a la muralla, al lado mismo del Portal de Tudela.
Él sabía la
verdad. ¿Cómo iba a negarla ahora que lo tenía delante?
—Yo, en
realidad… —empezó la confesión.
No pudo seguir.
Julio rodeó a la «galena» y se puso a su lado. Le cogió la mano y entrelazó sus
dedos con los suyos. El calor de su contacto hizo que el suelo dejara de
moverse debajo de los pies de Ana.
—En efecto
—contestó él con la mirada clavada en sus ojos—, aquí estoy y aquí me
encontraréis, junto a ella, el resto de mis días.