Y de nuevo... ¡Navidad!


Domingo 23 de diciembre de 2012. Radio Nacional de España, en el informativo de las 21:00 (las 20:00 en Canarias)

“Una tormenta ha caído sobre Madrid. Todas las luces navideñas de la capital se han fundido. El consistorio se ha reunido para evaluar la situación, pero se teme que la decisión será no reponerlas puesto que la partida presupuestaria correspondiente está agotada.”

Alberto desconectó la radio, apagó las luces de casa y se acercó la ventana. En efecto, la Gran Vía madrileña estaba ya solo iluminada por las luces de las farolas. Las cortinas de bombillas, que simulaban el perfil de los edificios de Nueva York, colgaban inertes de sus cables. «Un absurdo trofeo a la vanidad de la ciudad», se dijo, «o a la de sus gobernantes.»

Se alegró. Menos bombillas significaban menos gasto. Y menos personas comprando. Odiaba las navidades, pero sobre todo odiaba ver cómo la gente se volvía loca y se dejaba el dinero que no tenía en tonterías, esas personas que pensaban que la solución a sus silencios era un billete de cincuenta euros, esas que no veían lo que tenían delante de los ojos.

Él sabía que amar era otra cosa distinta a los obsequios, que nada sustituye a un beso ni a la caricia del ser querido. «Aunque lo aprendí demasiado tarde», se lamentó.

Echó un vistazo a la mesa, los siete platos estaban dispuestos y preparados desde hacía horas. Ya solo esperaban la llegada de los comensales. La cabecera seguía vacía. Habían pasado tres años y aún era incapaz de ocupar el sitio en el que ella siempre se sentaba, aún dejaba libre su lado de la cama y seguía sin usar su lavabo. Los amigos le decían que ya era hora de que saliera por ahí, de que volviera a la vida, pero es que ellos no lo entendían.

El timbre sonó de repente. Ya estaban allí. Se acercó la puerta y pulsó el botón que abría el portero automático. Y justo en aquel momento, la sintió. A su lado, como siempre estuvo, como seguía estando, su hada particular, sujetándole la mano, dándole la vida.