Para Nana

Después del futuro

Aquél era, sin duda, uno de los peores días de su vida.
María, apoyada en la borda del mercante en el que se marchaba, se esforzaba por fijar en su recuerdo las imágenes, sensaciones, pensamientos y sentimientos que la invadían en aquel momento.
Sabía que no volvería. A partir de ahora, nada sería igual. Atrás quedaba una parte de su vida, la más alegre, la más feliz. Se alejaba de ella como la estela que dejaba el barco a su paso por las aguas de la ría.
Se estremeció. Hacía frío. Miró hacia el cielo. Apenas había amanecido y aquel mayo no venía cálido. Cerró el cuello de su chaquetón de paño y lo sujetó con una mano. Tenía que haber hecho caso a John y haberme puesto un pañuelo, pensó, pero no hizo amago de moverse.
Acababan de partir desde los muelles que la “Naviera Chawton” tenía en Erandio. Iban camino de Inglaterra, la patria de su marido, huyendo de la guerra. De aquella contienda absurda que se había iniciado para la exaltación de unos pocos y la destrucción del resto. No hacía ni cuatro días que había salido de Bermeo un barco lleno de niños camino del exilio.
Acalló aquellos aciagos pensamientos. No quería correr el riesgo de desbordarse por dentro. Se había prometido que no se lo pondría a su marido más difícil de lo que ya era. Se obligó a centrarse en el ajetreo que veía a su alrededor.
A pesar de la temprana hora, la ría estaba llena de vida. Gabarras de distintos tamaños, repletas de materiales, remontaban y descendían por sus aguas. Se esforzó por distinguir lo que trasportaban. La mayoría acarreaba pesados montones de carbón en dirección a Bilbao. Recorrió con sus ávidos ojos las figuras de los pescadores que instalaban sus aparejos, dispuestos a llenar aquel día los estómagos de su familia; a los obreros que, camino de sus trabajos, cruzaban de uno a otro margen y a los marineros que, como ellos, embarcaban en sus propias naves hacia destinos desconocidos.
Cuando apareció ante su vista el Ayuntamiento de Portugalete, se echó a temblar. Ya se estaban marchando. Dentro de nada vería la casa en la que había pasado los últimos treinta y cinco años de su vida. Intentó controlar la congoja que le atenazaba la garganta. No quería dar rienda suelta a las lágrimas. Sabía que si lo hacía, no podría parar de llorar.
¡Que no suba ahora! ¡Que no sea éste su último recuerdo!, pensó cuando la figura de su marido le vino a la mente. Quería evitarle lo que ella no eludía para sí misma.
A la altura del Puente Colgante, como si le hubiera leído el pensamiento, John apareció a su lado.
—Estabas aquí. ¿Por qué no entras? —Contempló junto a ella lo que les rodeaba—. Cariño, esto no nos hará ningún bien.
—Quiero verlo. Quiero verlo todo por última vez.
—Mujer, esto no tiene por qué ser una despedida. Cuando esta absurda guerra termine, volveremos. Te lo prometo.
María lo miró incrédula. Quería confiar en que aquellas palabras fuesen verdad, sin embargo algo le decía que aquel anhelo nunca se haría realidad. Las cosas no siempre son como uno desea.
Respiró hondo. Necesitaba serenarse antes de enfrentarse con la última imágen.
A su derecha, apareció Santurce. Y el Serantes. Justo enfrente del monte, al otro de la desembocadura de la ría, estaba su hogar. Se obligó a volver la cabeza.
Vio pasar los tan conocidos edificios del paseo del muelle de Las Arenas. Siguió el contorno de la costa hasta que apareció. Su casa. Su hogar. Apenas hacía unas horas que lo había abandonado y ya se sentía una expatriada.
La vio alejarse poco a poco. La distancia que la separaba de aquellas paredes se hizo más profunda. Aquellos queridos muros habían consolado sus penas cuando era la institutriz de los niños y habían albergado sus alegrías cuando se casó con su dueño. Entre ellas abandonaba, para perderse en el olvido, el odio inicial de su cuñada, Catherine, y el cariño de sus sobrinos. Se quedaba allí, vacía por dentro y por fuera, tal y como ella misma se sentía. ¿Durante cuánto tiempo aguantaría en pie, a merced de los rigores del verano, del invierno, del viento, del agua y del frío, sin nadie que la mantuviera?
—¿En qué piensas?
Sabía que John la obligaba a hablar para que no se perdiera en sus propios pensamientos.
Ella le sonrió con cariño. No sabía cómo había podido vivir tantos años sin él. Le acarició la mejilla y le dio un ligero beso en los labios.
—En que no me explico cómo alguien de pueblo como yo, sin estudios ni futuro, ha podido conseguir todo en la vida.
John se rió ilusionado. Pasó el brazo por su cintura y la atrajo hacia él. Ser todo para aquella mujer era, desde luego, lo mejor que le había podido suceder en su vida. Hubiera regalado la empresa, los barcos, la casa y todas sus propiedades sólo para estar allí con ella, marchándose juntos hacia cualquier lugar.
—Porque has tenido la paciencia suficiente como para esperar a que este viejo inútil se diera cuenta de lo que tenía a su lado.
Se quedaron en silencio. El barco pasó al lado del contramuelle de Ereaga. En el faro, no había ningún pescador que les dijera adiós.
Un poco más adelante, por encima de la playa de Arrigunaga, apareció el molino. Fue entonces cuando María se olvidó de respirar y se quedó agazapada bajo la protección del abrazo de su esposo. Doblar los acantilados de La Galea acabó con su última esperanza. Se le escapó un sollozo ahogado que acalló en el pecho de su marido.
—Vamos dentro. —John la condujo suavemente hacia la proa—. A partir de ahora sólo veremos mar.
* * *
María pasó la mañana en cubierta, a merced del viento y el frío. Al principio, pensó quedarse en el camarote que, tan generosamente, les había cedido el capitán. Le daba apuro salir e invadir los espacios de aquellos hombres. Pero después de una hora sentada sobre la estrecha litera y con la pared a menos de metro y medio de sus ojos, le había sido imposible permanecer encerrada por más tiempo. Así pues, había hurgado en el baúl de sus pertenencias hasta encontrar lo que buscaba y había salido al exterior.
Llevaba en la mano “Mucho ruido y pocas nueces”. Una buena comedia de Shakespeare sería lo mejor para entretener su mente en algo más que no fuera lo que habían abandonado tras ellos.
En una esquina, debajo de unas escaleras, encontró un par de sillas destartaladas. Aquél sería tan buen sitio como cualquiera. Se acomodó al sol y tan lejos de la borda como pudo. No era que le diera miedo navegar. Por lo que había visto, era una buena marinera, ni siquiera se había mareado a pesar de ser la primera vez que se montaba en un barco. Sin embargo flotar sobre el agua, aunque fuera sobre aquella maciza mole de hierro, no le resultaba muy seguro.
No supo el tiempo que llevaba leyendo cuando escuchó un carraspeo a su espalda.
—¿Puedo?
Levantó la cabeza y se encontró con uno de los pilotos; uno de los le habían presentado aquella mañana, nada más subir a la nave. Recordó haber pensado que era demasiado joven para ser uno de los oficiales.
—Perdón —María se levantó apresurada—, ¿le interrumpo el paso?
El chico se echó a reír.
—Me refería a que si puedo sentarme a su lado —aclaró el chico señalando la otra silla.
—Por supuesto.
El joven se acomodó en el asiento libre y María observó por el rabillo del ojo cómo sacaba una novela y se disponía a leer.
Ambos se perdieron en sus propios argumentos.
El sol ya estaba alto cuando María dar un descanso a sus ojos. Últimamente le dolían después de un rato de tenerlos fijos en un punto. Es la edad, le había dicho John la última vez que lo había comentado en alto. Era cierto. Hacía ya tiempo que había cumplido los sesenta.
Se levantó y se acercó hasta la borda. Su mirada se perdió en el horizonte. Nunca había visto nada como aquello. La inmensidad de aquel océano la hizo estremecerse. Kilómetros y kilómetros de agua por delante mientras uno sólo espera que aparezca un trocito de tierra.
—Es la primera vez que sale a la mar —afirmó su compañero que la había seguido. María asintió—. No se angustie, llegaremos antes de que se de cuenta. Mañana a estas horas podremos ver aparecer la costa de Inglaterra.
María descubrió un brillo especial en la cara del piloto.
—Usted es de Bilbao, ¿verdad?
—Sí, señora.
—Parece que se alegra de que lleguemos.
Él se ruborizó y María constató que su suposición era cierta.
—Bueno, hay cierta persona a la que me alegraré de ver —añadió con timidez.
—A su novia.
La sonrisa del joven se ensanchó.
—Si ella me sigue esperando... —comentó ilusionado.
—Estoy segura de ello. ¿Es inglesa?
—Vive en Portsmouth. Tiene veinte años y estudia para maestra.
—No podrán pasar mucho tiempo juntos. ¿Cada cuanto tiempo la ve?
¿Desde cuándo era ella tan cotilla? Se veía a las claras que el chico estaba deseando contárselo a alguien y a ella le vendría bien imbuirse en los problemas ajenos para olvidar los propios.
—Más o menos una semana cada dos meses. Esa es la ruta que hace este barco. He solicitado el cambio a una de las naves que unen Inglaterra con Francia. Los viajes son mucho más cortas. Pero no ha habido suerte, así que, por el momento, habrá que seguir como hasta ahora. Sólo espero que no tengamos problemas para continuar haciendo este trayecto. La guerra, ya sabe.
Las palabras del joven la hicieron rememorar la angustia por lo que había dejado atrás.
—Cuando se venga a Inglaterra, ¿no le dará pena renunciar a su casa y su familia?
Él la miró sorprendido.
—A la casa no, al fin y al cabo no son más que paredes cubiertas de cosas que uno puede volver a levantar en otro sitio. La familia es otra cosa. A veces, resulta duro no verlos. Cuando eso sucede, me conforta pensar que he podido disfrutar de su compañía, calor y cariño todos estos años. —Fijó los ojos en el agua—. Pero mi hogar estará allí donde yo sea feliz. Y yo soy feliz en Portsmouth —constató con una amplia sonrisa.
María no pudo hacer otra cosa más que sonreír ante la indiscutible decisión que emanaba de sus palabras.
—Veo que tiene su futuro planificado —comentó viendo la obstinación que el joven atestiguaba.
Él se volvió hacia María con semblante serio.
—Mi futuro es esperar que pasen las próximas veinticuatro horas para poder verla —contestó él con solemnidad—. Lo que venga después lo iremos afrontando, los dos juntos, según llegue.
María no supo qué contestar y ambos se quedaron apoyados en la barandilla, en silencio. Comenzaba a asimilar lo que aquel joven acaba de explicarle cuando el ruido de una campana rompió la placidez del momento.
—Empieza mi turno. Discúlpeme.
El piloto no esperó a que ella se despidiera. Salió corriendo y trepó por la escalera hacia el puesto de mando.
Se quedó sola, como antes. Como antes, pero distinta. La angustia que le había estado presionando los pulmones desde el día anterior comenzó a aflojar. En algún momento, John se aproximó a ella.
—¿Qué haces? —le dijo mientras le asía por la cintura.
—Nada.
No se atrevió a decirle que un jovenzuelo más de cuarenta años menor que ella acababa de darle la mayor lección de su vida.
* * *
Amaneció nublado. María decidió pasar el día junto a su marido. No había vuelto a ver al piloto. La noche anterior, cuando entró en el comedor de los oficiales para la cena, no lo encontró. Supuso que estaría de guardia.
Aquella misma mañana se había dado cuenta de que lo ignoraba todo sobre la ciudad en la que iban a instalarse. Aparte de que era la tierra natal de su marido y que era donde estaba situada la otra sede de la “Naviera Chawton”, no sabía nada más de ella.
—¿Crees que Catherine ya habrá encontrado una casa?
John levantó la vista del periódico que estaba ojeando. Estaba sorprendido, era la primera vez que María hacía referencia a su posible vida en Porstmouth.
—Conoces a mi hermana, es la persona más eficaz que existe. Seguro que ya está instalada, ha contratado a parte del servicio y nos está esperando con todo preparado. Hasta habrá decidido con qué habitación nos quedamos —añadió con tono irónico antes de volver a su lectura.
Su marido tenía razón. Su cuñada era capaz de organizar la vida de la reina de Inglaterra a poco que la dejaran.
—¿Cómo es Porstmouth?
John dobló el diario por la mitad y lo colocó sobre sus piernas. Le alegraba ver el incipiente interés de su mujer por el sitio en el que residirían en adelante.
—La ciudad vive volcada al mar. El trabajo en los muelles es lo que sustenta toda su economía. Prácticamente todo el mundo trabaja en el puerto o en sus barcos —resumió.
Antes de que le diera tiempo a decir nada más, la puerta de la sala de descanso de los oficiales se abrió de golpe.
—El capitán me manda a decirles que salgan a cubierta. Ya se ve tierra —les informó apresurado uno de los marineros.
Se precipitaron al exterior. Subieron las escaleras que les separaban de cubierta acelerados y se dirigieron hasta la proa. En ella estaba reunida la mitad de la tripulación.
María buscó al joven piloto con la mirada. Lo encontró en uno de los extremos de la fila que los hombres habían formado a lo largo de la barandilla. Estaba ensimismado en lo que tenía delante de sus ojos.
John le puso una mano en la espalda y la empujó con suavidad hasta el hueco que el capitán les había reservado.
Y allí, entre el ruido de las olas contra el casco, el graznido de las gaviotas, el brillo de los ojos de los hombres y el anhelo de sus corazones, María pensó, por primera vez desde que tomaran la decisión de marcharse de su tierra, que había un futuro para ellos.