Érase una vez en el metro...


Como regalo de navidad, os dejo una pequeña historia que he escrito. ¡Feliz navidad! y espero que os guste.

Érase una vez en el metro

23 de diciembre y el metro a tope. ¿Por qué no se habrá largado todo el mundo de vacaciones?, masculló entre dientes.

Para poder salir, dio un empujón a la mujer que se había instalado justo delante de la puerta.

—¡Más cuidado! —le gritó ésta con malos modos.

Él ni se dignó a volverse. ¡Que le zurzan!, pensó y aceleró el paso para llegar el primero a las escaleras.

Iba tarde y aún le quedaban por hacer dos cambios de línea antes de llegar al aeropuerto. De nuevo tendría que aguantar la bronca de su encargada. Y sabía que contarle que se le había estropeado el calentador en plena ducha no iba a mejorar nada las cosas.

Pero aquello no era lo malo, lo peor era que, en aquellas fechas, no iba a encontrar a nadie que se la reparara y se tendría que pasar todas las fiestas sin agua caliente y sin calefacción. Sólo de pensarlo le tiritaba todo el cuerpo. ¡Hasta estaba tentado a llamar a su hermana y pasar la Nochebuena con ella, sus insoportables hijos y el papanatas de su marido!

Cuando llegó al andén de la línea 8, se lo encontró prácticamente vacío. ¡Por fin! Desde fuera, localizó con la vista un grupo de asientos sin ningún pasajero y se encaminó hacia allí.

Pero estaba claro que ese día no le iban a dejar en paz. En el mismo momento en el que se sentó, alguien hizo lo mismo en el asiento contiguo. Ni le miró.

—Felices fiestas —escuchó una vez que el metro hubo arrancado.

Apenas volvió la cara. Era una chica. Rubia y con un enorme gorro de Papá Nöel cayéndole sobre la frente. Le sonreía con los ojos muy abiertos.

—Lo mismo —farfulló y volvió a fijar la vista en sus manos con la esperanza de que le dejara en paz.

No tuvo suerte. No habían pasado más de cuatro segundos cuando ella volvió a hablar.

—¿Te vas de viaje?

A punto estuvo de cambiarse de lugar. Lo único que le faltaba era tener que dar explicaciones sobre su vida personal a una desconocida.

—No —negó con rotundidad.

—¡Ah! Eres de los que trabajan mientras el resto disfruta. ¿También lo haces mañana por la noche?

Pero... ¿no iba a dejar de importunarle? Se giró para enfrentarse a ella. Pero no pudo. No con aquellos enormes ojos azules mirándole como lo hacían. Y, antes de que se diera cuenta, la estaba contestando.

—No —respondió con voz amable.

—¿Con quién cenas?

No supo qué contestar. Le daba vergüenza decirle que se quedaría solo en su casa. Se suponía que todo el mundo tenía alguien con quien pasar la noche.

Todavía estaba meditando qué mentira contarle cuando la oscuridad le pilló por sorpresa. El tren continuó su avance con las luces totalmente apagadas.

—¡Qué...!

Sentir la calidez de una mano femenina colándose entre las suyas lo dejó sin habla. No supo qué hacer y se limitó a sujetarla con suavidad. Comenzaba a deleitarse de la delicadeza de su piel cuando el contacto se interrumpió en el mismo instante en el que la luz inundó el vagón.

Parpadeó un par de veces para acostumbrarse a la claridad antes de darse cuenta de que la chica había desaparecido de su lado. ¡Qué demonios! Su mirada recorrió uno a uno el resto de los pasajeros. Ni rastro de ella. Se acercó hasta la plataforma que los separaba del furgón anterior. No está. ¿Dónde se habría metido?

Por un momento, estuvo tentado a revisar uno a uno el convoy entero, pero, cuando lo pensó, se sintió ridículo. ¿Qué hacía él persiguiendo a una desconocida con la que apenas había cruzado dos palabras? ¿Desde cuando se comportaba como un colegial sólo por haber rozado la mano a una mujer?

Volvió a su sitio. Y fue entonces cuando lo vio.

Era un teléfono móvil, colocado justo encima del asiento en el que ella había estado sentada. Dudaba si cogerlo cuando el metro llegó a su destino.

Con rapidez, aferró el aparato y se lo metió al bolsillo de la cazadora. Salió al andén y caminó hasta la escalera mecánica sin mirar a su alrededor.

El gusto amargo de la decepción pasó por su mente. Fin del viaje. Fin del sueño.

No había hecho más que poner los pies sobre el piso del aeropuerto cuando el móvil sonó. Le había llegado un mensaje. No se detuvo a mirarlo. Ni siquiera lo sacó de donde lo había guardado. Llegaba tarde.

Pero mientras sus pasos acelerados sonaban en el suelo de piedra del aeropuerto, no pudo evitar que sus dedos rozaran las teclas ni que una sonrisa esperanzada asomara entre sus labios.